Puma
Silencioso estaba ya recuperado de las heridas
sufridas en la lucha. Sus llagas
habían terminado de cerrar; lo músculos de las patas se tensaban con las
fortaleza de siempre y el sol de esa mañana acariciaba la ilusión.
Fuera cual fuese ella, la acariciaba.
El
trino de las aves celestes y la música del aleteo de una mariposa cariñosa
que se le posó justo sobre lo húmedo del hocico, le decidieron por fin a
emprender nuevamente la marcha.
Prominentes
cual enormes dinosaurios se erguían los Comechingones.
Largas cadenas de roca vegetada cruzaban de norte a sur.
Entre los filos podían distinguirse un centenar de pequeños senderos.
Aunque resultaba complicado identificar dónde empezaban o terminaban, Puma
sabía que de alguna forma lo conducirían hacia el otro lado.
Tomó
aire, levantó su estampa viril y silenciosa al soplido del viento zonda y
galopó. El pelaje terso y amarronado relucía desde la base de los verdes
pastizales puntanos. A la redonda,
la Naturaleza rendía tributo al fiero guardián. Su misión era en extremo
importante. De su saga y valor dependía el futuro de todos. Y pese a que la mayoría desconocía con precisión los motivos que
llevaban a Puma por allí, todos respetaban la Ley de la Selva.
Por ello sabían lo importante que era reverenciar a los viejos
lobos y con ellos, a los místicos espíritus del bosque, que conocían
desde niños por los cuentos y leyendas con que sus padres los habían
arrullado.
El
sapo, el huracán, el río correntoso y la misma piedra se estremecían al paso
de Silencioso. Ni los pinos,
ni las flores ni los frutos rojos del aguaribay perdían la oportunidad de
observar al legendario custodio del fuego de la vida.
Nuestro
amigo había tenido tiempo de hacer unos cuantos cálculos.
Una vez atravesadas las cumbres, buscaría el
cauce del Río Cuarto. Un día le bastaría para alcanzarlo y desde allí, en docena y media de
horas a trote tranquilo, estaría a orillas del Quinto.
Pasada la noche, lo encontrarían los albores siguiendo el curso de este
río. Si las cuentas resultaban
correctas, la provincia bonaerense se arrimaría nacida la tarde de la tercera
jornada, y de allí tres días más lo separarían de los pagos tandilenses que
buscaba.
Nieve
blanca encapuchaba los picos elevados y su contraste con el gris y verde del
cuerpo montañoso arropaba de belleza cada paraje.
Eran las tres y media de la tarde por allí y Puma se detuvo.
Un llamado agudo y persistente desde lo alto lo alertó.
Emergiendo de entre las nubes, Cóndor Libertador viró unas dos
veces y al asegurarse de que su señal había sido recibida,
se encaminó por el
mismo rumbo que estaba siguiendo Puma.
Silencioso
entendió que urgía apresurarse en esa dirección; tomó aire profundo y se
zambulló de inmediato en máxima carrera. Viajaba
guiado por el espíritu desde el cielo, que continuaba
avanzando con rectitud. La tarea lo
llevaba a conducir cada tranco con presteza, sin errar pisada.
En uno de esos pasos, su peso iba a recaer sobre un estupendo hormiguero. La estructura de tierra no soportaría el embate y miles de túneles
sucumbirían junto con quienes los transitaban. Pero
décimas de segundo antes del desastre, un valeroso insecto se
antepuso haciéndose ver.
Pese
a su diminutez, el animalito se erguía con firmeza y logró ser visto por
Silencioso. –¡Pisa aquí!- gritó con todas sus fuerzas, buscando desviar la
pisada que acabaría con su colonia.
El
“aquí” indicado era sobre él mismo. No
había otro espacio libre para evitar el desastre.
Puma lo vio fugaz mas profundamente a los ojos. Encontró en su mirada la determinación indudable de dar su vida en ese
instante para salvar a los suyos. Pudo
contemplar el valor, la firmeza, la rectitud de aquél ser milimétrico
habitante también del planeta. Torció
rápidamente la zancada y aplastando a aquella hormiga pudo esquivar el
hormiguero.
Puma
lo recordó durante el resto de la carrera, a medida que seguía a Cóndor
Libertador. Tenía la certeza
de haberse cruzado con otro espíritu cuyos dones perdurarían en la
guarda del bosque. Dentro de
su fornida cabeza resonaba “Hormiga Recto” una y otra vez.
De
pronto Cóndor reanudó los giros completamente circulares, anunciando que
estaba allí el foco de la urgencia. Silencioso
arribó entonces y observó hacia adelante el agua del dique.
Unos remolinos feroces se encaprichaban hacia lo profundo del embudo.
En
la orilla de cemento una familia de mapaches discutía con su papá.
–No lo hagas, por favor- suplicaba la señora mapache. –No vayas papi-
lloraban los pequeños y peludos cachorros.
Dentro
del torrente que llevaba al gigantesco cono de agua, Silencioso logró
identificar unas brazadas infructuosas que emergían un tanto de la superficie.
Al otro lado, en la margen más alejada, una niña humana gritaba
desesperada rogando que alguien ayude a su hermano, quien minutos antes había
tropezado y caído hacia el dique.
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Puma
volvió la vista hacia los mapaches. El padre besaba a sus pequeños y se zafaba de un tirón de
sus intentos por sujetarlo. Sabía
que poco podría hacer para salvar a aquel muchacho, ya que la fuerza del líquido
era mucha y el peso del humano también lo superaba varias veces, pero no estaba
dispuesto a permanecer como un mero observador del desastre.
Así como la ley de la selva enseñaba a todos que no debían
comerse los cachorros humanos, también dejaba translucir con ello que era
necesario evitar a toda costa que estos perecieran presa de la fuerza natural,
que por ser pequeños no habían llegado aún a comprender.
Imitando la implacable lealtad de los perros hacia sus amigos de dos
piernas, el papá mapache entregaba su vida como ejemplo para su familia, en el
intento de salvar al niño.
Puma
llegó a verlo saltar y hundirse entre las espirales celestes.
Nuestro amigo no nadaba con presteza y lo más probable era que, de
saltar él también, pereciese ahogado en las fauces del embudo.
Con él perecerían también las posibilidades de cuidar al árbol
especial que crecía en Tandil, y muy posiblemente peligrase entonces la vida
misma en el planeta. Pero el
mapache acababa de mostrarle que más allá de los planes que uno pudiese
trazarse, había planes del Gran Jefe que no debían dejarse a un lado
aunque condujeran a otro sitio. Indiferente,
ciego que no quiere ver, sordo por taparse los oídos para no escuchar,
cualquier apelativo correspondía a la actitud de eludir los planes de Dios
y seguir los propios.
Y
Silencioso se lanzó en su mejor esfuerzo hacia el vacío.
Salpicaron de a miles las gotas heladas. La nena veía sorprendida
cómo ya dos animales se habían
zambullido a socorrer a su hermano. El
embudo parecía tomar cada vez más poder de succión.
Los dos valientes arremetían contra el remolino.
El
primero en alcanzar al niño fue el papá mapache.
Con uno de sus brazos lo sujetaba y con el otro, con sus patas y la cola,
remaba sin casi lograr efecto alguno. El
cachorro humano y su rescatista peludo viajaban ahora juntos hacia el ojo del
huracán, donde ya no podrían respirar.
Puma
consiguió más tarde engancharse con ambos, pero la implacabilidad pavorosa del
agua no cedía. Como los monitos
para colgar, ahora eran tres los que se ahogarían.
Pataleaban
y pataleaban; respiraciones de a sorbos, gritos y rugidos; toda la maraña de
esfuerzos llegó al fin a la zona más estrecha del cono y como si de tres
tronquitos se tratara el embudo los tragó.
Dentro,
los remolinos los arrebataban. Una
presión cada vez mayor buscaba reventarles las cabezas.
Nada podía aspirarse más que líquido. Viéndose
los tres frente a frente, mientras los zarandeaba
la turbulencia pudieron sentir una profunda paz.
Compartían ese mismo destino trágico, pero pese a todo no se sentían
realmente mal. Los dos animales
estaban dando su vida por ayudar y el muchacho percibía claramente ese amor de
dar la vida de sus dos rescatistas.
Casi
se acababa la luz... mas algo suave y ligero los golpeó.
Empezaron
a ascender, como propulsados por un potentísimo motor.
Resultaba difícil mantenerse sujetos unos a otros por el
golpeteo raudísimo del agua que surcaban.
Y
para alegría de todos, en un santiamén retornaron a la superficie y se
alejaron suficiente de embudo como para estar a salvo.
-“Delfín
Inquieta”- exclamó Puma, alegre de encontrarse con el espíritu
del bosque aquél en las circunstancias más adecuadas.
Mientras
los remolcaba, Delfín, una guardiana que siempre había hecho de su
capacidad de innovación y gusto por ir a todos lados su fortaleza mayor, les
comentó cómo Cóndor había logrado llamarla para que acudiese al dique con
urgencia.
Una
vez afuera, secándose con la caricia del viento y a rayo de sol, los dos nenes,
los mapaches y el puma se reunieron para despedir al delfín.
La
familia de roedores se confundía en un montón de besos y los hermanos se
abrazaban y acariciaban a Silencioso con cariño.
Fue entonces que el espíritu del bosque habló, haciéndose
entender por todos quienes lo escuchaban: -Tu lealtad, Mapache, se unirá a las
dotes de este cachorro humano y pronto esa conjugación dará vida a un nuevo
guardián del fuego de la vida.-
Cada
cual veía muy atento a Silencioso. Nuestro amigo,
por algún extraño motivo lograba ver un aura brillosa
alrededor de la niña. No sabía cuál
fuese el significado de semejante visión, pero recordaba con ese brillo la paz
que había sentido segundos antes, dentro del agua.
-No
sé por qué- continuó, -pero hay algún misterio en este dique que estoy
seguro se resolverá más adelante. Y
tú, querida niña, serás la encargada de resolverlo cuando llegue el momento.
Con
esas palabra extrañas, que casi no se entendían, Puma Silencioso irguió su
poderosa estampa, emitió un rugido de despedida y partió otra vez hacia
Tandil.
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