Recién
nacía la mañana al borde del horizonte. Desde
el Este manaba ya la frescura del nuevo día.
Al Oeste y de piedra, los Andes mendocinos no dejaban de ascender por sus
inmensas paredes; como si desearan impedir el cruce de cualquier osado
aventurero.
Era
noviembre. El Consejo aún reunido
en la caverna de las brujas estaba terminando de pulir sus decisiones.
La caverna se llamaba así no porque tuviera brujas adentro, sino porque
los mendocinos que la conocían habíanle dado ese extraño nombre alguna vez.
En su
interior bastante oscuro, brillaba el cuerpecito de Luciérnaga, una vieja amiga
de todos los animales del bosque. Cada
vez que Luciérnaga encendía su pequeño abdomen luminoso, se expandía en
todas direcciones un reflejo mágico a través de los infinitos cristales que
tapizaban la roca.
La
caverna estaba fría y el fuego de la vida que el Gran Jefe le hubo
encomendado al Consejo cuando empezaron los tiempos, parecía pronto a morir
hecho ceniza. El Lobo que Nunca
Duerme se veía exhausto. Los años
habían pasado y desde aquel último baobab sudafricano asesinado a sierra eléctrica,
las fuerzas de los espíritus del bosque venían decayendo.
Pero Cóndor
Libertador había vuelto de Tandil con buenas noticias.
El brote detectado poseía realmente la preciada savia mágica y
con ello renacían las esperanzas.
Lobo
presidía el Consejo sentado con honradez sobre la piedra y mojaba sus pies en
una corriente de agua fresca subterránea que avanzaba desde el piso hacia lo
profundo de la caverna. La sonrisa
dibujada en sus ancianos labios pronto se transformó en festejo.
Canguro hacía sonar el suelo como tambor al ritmo de sus fuertes
patas. Se entibiaron las mismas
gotas heladas que bajaban por los recovecos del techo y lo poco de fuego que aún
ardía pareció avivarse de repente.
— Puma
Silencioso: –comenzó Lobo- tú que conoces bien estas tierras y
tienes la fuerza necesaria para defender al nuevo brote de cualquier agresor que
quisiera destruirlo, serás el encargado de su custodia.
Deberás llegar a Tandil lo antes posible y asegurarte de que crezca sano
y fuerte. El joven árbol estará
listo para la gran tarea en unos cuantos años, cuando el quinto anillo de su
cuerpo esté bien formado. Hasta
entonces, será tu responsabilidad.
— Querido Lobo
–se inquietó Puma Silencioso- es un honor para mí emprender esta
delicada misión, pero me sería muy útil contar con ojos en el cielo, que me
alerten de los peligros que yo no puedo distinguir tan rápido desde el suelo.
— ¿Quién
se ofrece a acompañar a Puma en estos años? –preguntó el Presidente
al Consejo.
— Yo lo
haré –se apresuró Cóndor, que también conocía estas tierras al
detalle y era dado a luchar hasta las últimas consecuencias.
— Nadie
mejor –rugió Impeesa y los animales juntaron sus manos e imploraron al
Gran Jefe para que diera buena caza a los dos espíritus del
bosque que partían.
— Estaré
contigo –le susurró Cóndor Libertador al oído y ambos transpusieron
la boca de la cueva, internándose en la espesura intermontañosa de los altos
Andes cuyanos. Cóndor voló hacia
arriba y adelante como flecha y pronto se perdió de vista. Puma, tan feroz como veloz en su tranco, arrancó el
largo y peligroso viaje al Este.
A medida
que descendía iba apareciendo la vegetación.
Matas de espinos y algunos pastos duros. Plantas de hojas pequeñas y de tonos poco verdes y cada
tanto, un pehuén solitario.
Con la
certeza de que cumpliría exactamente su cometido, Puma ondeaba su cuerpo
zarpada tras zarpada. El viento
fuerte le peinaba el cuero sedoso y a su paso se alejaban todo tipo de fieras y
alimañas, temiendo por sus vidas. Las
mulitas se adentraban en los hoyos del piso.
Los burros salvajes galopaban. Los
cérvidos aceleraban repentinamente cuando olían a nuestro amigo, como si
hubieran recibido un golpe eléctrico. Y
así lo hacían el resto.
El tranco
de Puma era de respetar; recién transcurrido el primer día de marcha
llegaba ya a San Luis. Los
Comechingones a lo lejos hablaban de duros faldeos y empinadas cuestas a vencer.
Cada vez que amanecía, la partida no esperaba que terminaran de aparecer
los primeros albores. Con semejante
misión entre manos, el espíritu del bosque ansiaba llegar cuanto antes
a Tandil.
Pero
faltaba aún mucho andar, y eso siempre y cuando la familia de Pumas que acababa
de despertar inintencionalmente no reaccionara en forma agresiva y aparecieran
complicaciones.
¿Complicaciones?
¡Tremendas!
Los cachorros bostezaban y la madre se veía molesta.
Y el macho, que no tardó en aparecer recortando su imponente perfil por
sobre el borde de piedra de un acantilado cercano, disparó un rugido inmenso
que llegó a estremecerlo.
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Puma
Silencioso trató de mostrar con gestos que no
deseaba combatir, mas fracasó. Ni
siquiera un no repetido que realizaba con su fornida cabeza fue entendido por el
encolerizado felino.
Como no
había más que hacer, nuestro amigo se dispuso a pelear.
En segundos arribó el padre de los cachorros y sin aguardar ni un poco
para aunque sea tomar algo de aire, se lanzó pesadamente sobre Silencioso.
Él lo esquivó rotando sobre el dorso y mientras giraba sacudió el tórax
del otro arándole unos surcos rojos en medio del pecho.
El agresor se desestabilizó en el aire y golpeó duro contra la tierra
oscura. Se levantó con signos de
dolor y enmudeció el páramo con otro de sus rugidos potentes.
Puma Silencioso le respondió con otro y se trenzaron nuevamente
en batalla. Los rasguños se
desperdigaban como esquirlas.
Gruñidos, rugidos de dolor y otros de amedrentamiento se
colaban entre la brisa puntana. El
humus y los pastos se humedecían de sangre.
Silencioso rasgó el rostro de su adversario, quien respondió con
una profunda mordida en el cuello casi perforándole la arteria yugular.
Nuestro
amigo cayó sobre el pasto sin conocimiento.
El feroz contrincante se lanzó sobre él para asestarle otros impactos,
pero luego del tercero notó que no respondía.
La adrenalina le dio lugar al pensamiento y tras una especie de gruñido
sordo permaneció expectante.
Se
sucedieron 20 minutos. La madre y
los cachorros veían asustados. Silencioso
despertó entonces y cayó en cuenta de la situación en que se encontraba.
Pronto resorteó sus patas traseras y consiguió zafar de una nueva
zambullida del otro puma, que al verlo abrir los ojos recobró su agresividad
defensora. Del salto, el espíritu
del bosque quedó en una roca más alta y aprovechó su nueva ubicación
para lanzar un rugido ensordecedor, mucho más fuerte de los que se habían
escuchado antes y de los que pocas veces se oyen en el llano y la montaña.
El padre
de los cachorros se detuvo. Hubo un
instante de silencio, en los que todo era mirada y Silencioso habló -de
la manera que hablan entre pumas:
— No he
venido a dañar a tu familia. Tan sólo
había despertado por accidente a los pequeños.
Estoy en una misión muy importante, de la que depende el futuro de todos
nosotros. Voy hacia Tandil, mucho más
al Este de estas tierras.
— Eres...
–balbuceó desde abajo.
— Sí, soy
yo, Puma Silencioso, guardián del fuego de la vida.
— ¡Oh
Dios mío! ¿Qué puedo hacer para ayudarte? Siento haberte atacado, supuse que
lastimarías a mis crías.
— Nunca lo
haría –dejó en claro-. Tengo
muy lastimado el pescuezo y se me dificultará mucho avanzar ahora.
Deberé esperar que cicatrice, pero antes necesitaría llegar a un lecho
de agua fresca para limpiar mis heridas y recuperar energía.
— Bien,
puedes quedarte aquí mientras te consigo agua para que te refresques...
— ¡No será
necesario! –interrumpió un caballo majestuoso que se erguía junto al follaje
de un ñandubay, a contrasol-. Yo
te llevaré al río y me quedaré contigo hasta que sanes.
— ¿Pero
no me temes? –preguntó nuestro amigo sorprendido- Yo soy un “puma”.
— Y yo soy
un “caballo” –respondió con firmeza y alegría.
— Bien
–sonrió- iré contigo. Antes de
irme, quiero que sepas –comenzó a hablar refiriéndose al otro puma- que tu
valor y responsabilidad en la defensa de los tuyos serán recordados por mí y
llegará el tiempo en que un nuevo espíritu guardián del gran fuego
será concebido con la conjunción de tus dones naturales.
Lo llamaremos Puma Responsable, y en él vivirá por
siempre el rugido de tu alma.
El
caballo se acercó hacia donde estaba Silencioso –que apenas podía
moverse-, se agachó para que pudiera subir y una vez recostado sobre su lomo,
emprendió el paso hacia las corrientes del arroyo grande más cercano.
Mientras viajaba, nuestro amigo reflexionó sobre la entereza de este
noble animal que lo transportaba. Su
valentía, su respuesta sincera y simple. No
le cabía duda alguna. Llegaría
también el día en que nacería un gran guardián entre los suyos, que nombrarían
como Caballo Íntegro y en quien brillarían las dotes de aquel hermoso
corcel que hoy lo rescataba.
Poco
después, mientras el equino se encargaba de que no le faltara refugio ni comida
mientras se reponía, una tarde nublada le contó lo que sabía.
El caballo miró hacia el cielo haciendo memoria del futuro y le agradeció
profundamente.
— Será un
honor para mí ayudar de alguna manera en tan fundamental tarea –respondió.
— El honor
será nuestro –aclaró Puma.
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