Lo que les voy a
contar empezó a suceder hace muchos años; tantos, que no
alcanzarían los dedos de todas nuestras manos
para contarlos, ni que sumáramos los de los hombres de tres
manos y los de los dedalitos multicolores –que son
unos seres que cuentan con multitud de pequeños dedos por donde
quiera que se los mire.
Así y todo,
gracias al inmenso poder mágico de esta historia verdadera, se
conserva hoy día su relato, que ha perdurado en el recuerdo de
todos quienes la hemos oído alguna vez.
Estaban reunidos
los espíritus del bosque. Individuos de larga barba
blanca y sedoso bigote, algunos de sombrero cuatro pozos, otros
ágiles y estilizados como la nieve, unos panzones, tremendamente
panzones con gorduras más allá de lo que se llama gordura,
ciertos espíritus pequeños y sabios, algunos otros
extremadamente fuertes, con músculos cien veces más templados
que el acero; los había voladores, saltarines, corredores,
submarinos...
Todos estaban
allí, adentro de una de las enormes cuevas escarbadas en la roca
andina. La oscuridad apenas les permitía verse con claridad.
Tan solo la luz humeante del fuego que los calentaba distinguía
los rostros de vez en cuando. Por lo demás, sólo quedaba el
destello repentino de Luciérnaga; cada vez que ella descubría su
cuerpo luminiscente, un eco luminoso bañaba el interior de la
caverna, que tenía sus paredes recubiertas de cristales.
El motivo que
había convocado allí a los espíritus del bosque era muy
serio esta vez. El Consejo buscaba hacía años la forma de
conservar ardiendo la llama mística de la fe, que le
había sido encomendada por el Gran Jefe. Sus leños especiales
escaseaban por donde se los quisiera recoger; las arboledas
estaban cada día más deforestadas por el hombre y ya casi no
quedaba brasa viva en la entraña del fuego, que comenzaba a
convertirse en ceniza.
Los espíritus
habían llegado hasta allí desde todas las latitudes viajando en
panadero. No sé si lo sabrán ustedes, pero sí sé que cada fiera
del bosque, cada animal viviente desde el más enorme hasta el
más diminuto insecto, aprende cuando crece que los espíritus
amados emplean para transportarse a sitios lejanos la semillita
peluda de los panaderos. Seguramente habréis visto alguna vez
uno de ellos. Se ven como pompones blancos que flotan por el
aire, avanzando hacia sus destinos finales con destreza,
sorteando obstáculos, subiendo y bajando, posándose cada tanto
en partes planas donde no queden enganchados, para luego volver a
despegar.
Es muy posible
que en el pancito de algunos de esos panaderos voladores que
hayáis visto, viajara alguno de estos espíritus amados. Como se
pueden imaginar, los espíritus pueden achicarse lo suficiente
como para posarse en el pequeño pan, del que salen los pelos
blancos. Por suerte para nosotros, los espíritus que no son
amados pesan demasiado, y nunca se suben a los panaderos para
viajar, porque terminarían golpeados en el piso. Los panaderos
saben distinguir de todas formas y no dejan acercarse a quienes
ellos no quieren llevar.
A medida que
llegaban a la boca de la cueva donde se haría el Consejo,
guiados por la llama mística que deja verse desde miles,
millones de kilómetros, cada espíritu iba dejando libre a su
panadero para que éste pudiera buscar un sitio terroso donde
posarse y germinar en una nueva planta, de la que brotasen
muchos más panaderos como él.
Uno a uno, los
espíritus se adentraban en la roca, oyendo el profundo “cluc”
de las gotas cayendo desde el techo cristalino. Un estrecho
arroyo subterráneo los observaba asombrado en la oscuridad y los
murciélagos que respetuosamente salían de la cueva para dejarlos
solos, golpeaban sus cabezas al pasar.
Junto al fuego,
yacía sentado desde el principio el espíritu que por ese
entonces presidía el Consejo. Le llamaban Lobo Que Nunca
Duerme. El color de su pelaje no llegaba diferenciarse en la
penumbra, pero su figura era esbelta y majestuosa.
Segundo llegó un
Puma, quien tras el grueso rugido de saludo se acomodó junto al
fuego. Las llamas lo mostraban imponente. Su rostro era
fuerte, los bigotes delgados y largos y su cuero de color marrón
claro se veía casi dorado. Llegado de las pampas argentinas, lo
conocían como Puma Silencioso, ya que poseía la habilidad de ser
oído sólo cuando él lo deseaba, moviéndose siempre con el más
absoluto silencio entre las hierbas.
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Tercero arribó
Canguro. A los saltos –como siempre- brindó sus respetos
afectuosos a los otros espíritus y se recostó sobre la pared
sur, a unos pocos metros de las llamas. Venía desde la lejana
Australia. Su destreza para moverse rápido, le valió el nombre
de Veloz y todos lo conocían ya como Canguro Veloz. El resorte
de sus patas traseras lo había sacado de apuros en reiteradas
ocasiones, incluido el momento en que Puma, sin conocerlo -hacía
de esto mucho tiempo- había intentado devorarlo. Está demás
decir que los espíritus del bosque no se comían entre sí,
aunque hubiera entre ellos feroces carnívoros. La Ley de la
Selva –que todos respetaban- tenía artículos especiales sólo
conocidos por ellos, que indicaban las reglas básicas de
convivencia, honor y respeto a seguir.
Y así fueron
llegando en sus panaderos todos los espíritus que integraban el
Consejo. Estuvieron Ñu, Lechuza Sabia,
Pájaro Carpintero, Lombriz, Cocodrilo Invensible,
Anaconda Austera, Carancho, Chita Amiga e
Hipopótamo. Todos con sus pinturas místicas y su
sabiduría.
Último llegó
Cóndor. Cóndor Libertador en su época de humano se
había llamado José. Es importante aclarar -porque pocos hombres
lo saben- que todos los espíritus del bosque comenzaron
su existencia como humanos. Fueron pequeños bebés de homo
sapiens sapiens al nacer, con pelo solamente en la cabeza y
piel tersa y frágil. Hubo un tiempo en que comenzaron a existir
las criaturas, cuando el Gran Jefe hizo a una de las especies
más inteligente que todas las otras, y le llamó especie
“humana”. Otra especie sería la más fuerte y les puso por
nombre “leones”. Otros tendrían las mejores dotes para el
trabajo organizado, a quienes denominó “hormigas”. Y así fue
dotando a cada especie de diferentes habilidades distintivas.
Llegada la culminación de la creación, el Gran Jefe vio
necesario que un Consejo de sabios, donde se reunieran
todas las dotes que Él había distribuido en la Naturaleza, fuera
guardián del fuego místico que iluminaba todas las cosas
y con ello permitía que su luz de amor cubriera el
Mundo. El Gran Jefe supo que la especie indicada sería la
humana, aunque careciera de muchas habilidades. Para solucionar
esto, llamó a los árboles –que son los seres más sabios del
reino vegetal- y dotó a algunos de ellos de savia mágica,
con la que podrían seleccionar al primer integrante de
Consejo que guardaría el preciado fuego.
“A partir de allí
–dijo el Gran Jefe a los árboles escogidos- estarán al servicio
de él y de sus futuros compañeros en el Consejo. Cada vez que
vuestra savia mágica toque a un ser humano y penetre en sus
venas, se mezclará con su sangre y el hombre cambiará para
siempre. Conocerá los secretos del bosque que dan vida a
la Naturaleza. Las habilidades y costumbres de alguna de sus
especies reforzarán los dones que Yo ya haya puesto en él. Y
dejará de ser completamente humano. Desde entonces lo conocerán
como uno de los “Espíritus del Bosque”, ya que al bosque
confié la savia mágica y en su espíritu guardarán el
amor de mi fuego.”
Desde ese
entonces, estos espíritus se han reunido de generación en
generación a través del tiempo, pasando por tremendas
tempestades y bravías tormentas, manteniendo siempre viva la
llama mística que el Gran Jefe les encomendara al principio
de los tiempos conocidos.
Como les venía
contando, y aquí comienza a desatarse el nudo de esta historia,
Cóndor Libertador llegó último a la cueva, trayendo con
él la confirmación de la gran noticia por la que Lobo
había convocado al Consejo allí reunido: volando sobre
los aires serranos de Tandil, Cóndor había divisado la
luz de la Madre de Dios que le indicaba la presencia de
un joven tallo asomado entre los pastos. Al descender de los
cielos, Cóndor acarició el tallo -que pronto seguiría
creciendo hasta convertirse en árbol- y pudo sentir que por su
interior fluía la preciada savia mágica. Siglos de
sequías tras las guerras habían secado a los pocos árboles
especiales que quedaban y los mismos seres humanos habían
derribado al último de ellos, habitante de un bosque de África
del Sur que quedó definitivamente deforestado. A partir de
allí, no hubieron nacido más espíritus del bosque porque
no quedaba ya más savia mágica en el planeta.
Cuando el tallo
fuera árbol y pudiera brindar su savia, renacería la
oportunidad de formar jóvenes espíritus y las brasas
últimas del fuego místico no se apagarían.
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