Esa tarde tomaste la leche con premura. Habiendo telefoneado hacía instantes a
tus dos amigos, cruzaste corriendo las dos cuadras que te separaban del baldío
donde habían quedado en encontrarse. La expectativa era mucha. Pronto tratarían
de colarse en el antiguo castillo del ermitaño científico loco y pasarían allí
la noche más alucinante de sus vidas.
Sólo llevabas tu bolsa de dormir y unas pocas provisiones.
Siendo las siete, los tres estaban ya reunidos y a las 19:15 partieron. Los
separaba de la misteriosa mansión la distancia de una legua. A caballo –como
iban- llegarían muy pronto. El sol acostumbraba ponerse a eso de las ocho por
estas fechas primaverales, así que según habían planeado, la luz del día les
alcanzaría justo. Montás y arrancan...
Tu caballo galopa como nunca y el viento que te golpetea el rostro refuerza tu
sentido del valor, necesario para enfrentar la aventura de turno que habían dado
en llamar: “El acecho al Conde Drácula”...
La tarde nublada y el fresco persistente se hacen carne ya entre las riendas y
tus dedos. Daniel y Agustín te retan a correr poco antes de llegar y galopás con
tu amado corcel a mayor velocidad que un rayo. Arribás “primero” a la tranquera
de la estancia Peñasco. Festejás brevemente con el puño en alto y desensillás
preparado a escabullirte en el misterio.
Los tres se arriman semierguidos hasta el viejo portón. Con sorpresa alentadora
ven que está abierto y se cuelan sin necesidad de emplear las sogas de escalada
que llevara Daniel.
El patio se ve gris y desierto. No hay flores, árboles, plantas, ni siquiera un
mísero yuyo que regocije a las tiesas baldosas.
Ven varias puertas oscuras. Las contás y suman siete. Todas similares y
cerradas, salvo una que parece entreabierta, dejando escapar un tímido
resplandor.
Suponiendo que el dueño puede estar en alguna habitación tras ella, intentan
abrir cada una de las otras seis puertas, pero no lo logran ni con vuestro mayor
esfuerzo. La técnica de la ganzúa -que Agustín conoce a la perfección- había
fallado hoy. Sólo resta intentar silenciosamente meterse por la que no está bajo
llave.
Muy despacio, se mueven junto a la pared de piedra hasta estar a unos
centímetros del portal. Te agachás... con la mano izquierda lo empujás en forma
imperceptible desde cerca de las bisagras y éste se va corriendo. Todavía no te
animás a asomar la vista... aguardás unos minutos para desechar cualquier
posibilidad de presencia del dueño tras la puerta. Con mucha precaución vas
entrando la cara y comprobás visualmente que no hay moros en la costa, por lo
que das señal a tus amigos para que se adentren.
Las luces están encendidas. Salen de unos faroles metálicos que penden de las
elevadas paredes. Una gran mesa de mármol con patas de madera negra preside el
cuarto. Cuatro sillas arrumbadas entre ella y la pared del fondo muestran tejida
una amplia tela araña, en la que se ven atrapados muchos insectos.
A la izquierda, coincidiendo con los dos faroles más luminosos, una pequeña
arcada deja ver multitud de huellas. Algunas recientes, embarradas, y otras
resecas y hasta malolientes; como si nadie se tomara el trabajo de asear el
castillo.
_¿Qué hacemos? Es la única salida desde acá; si no tenemos que volver al patio
–comenta Agustín.
_Sigamos –coinciden, y pasan con cuidado por la pequeña abertura, agachando algo
las cabezas.
La habitación contigua es una gran sala, con escaleras a ambos lados que se
elevan varios pisos, puertas, ventanales cerrados por paredes desprolijas de
ladrillo, mesas, sillones con ribetes dorados, muebles con libros y otras
cuantas cosas, todas cubiertas por el polvo.
_Debe de haber sido un castillo fabuloso –balbuceás en voz baja- Miren que
cantidad de candelabros dorados y cuantas porquerías enchapadas en oro.
_Bueno, para dónde vamos ahora –te interrumpe Daniel.
Tus dos amigos son algo más chicos que vos, y siempre te han tenido como una
especie de hermano mayor.
_Creo que lo mejor para pasar la noche, sería ir a alguno de los pisos de
arriba. Parece que el viejo no los pisa nunca; fíjense que el polvo de los
escalones está liso liso, como si nadie los hubiera caminado por siglos. Vamos a
subir por aquella, la que empieza donde está el cuadro de los barcos. |
Tus palabras eran sensatas. Desde abajo podían verse docenas de habitaciones en
los pisos superiores, así que partieron con precaución hacia el enorme cuadro de
buques y piratas, que precedía a los primeros escalones.
_Ustedes primero –indicaste a tus compañeros. Los peldaños crujían a cada paso.
Adelante salió Agustín, después Daniel y por último vos. Pisás el primero... el
segundo escalón y un grito de mujer metido hacia adentro del castillo te
paraliza. Un escalofrío les recorre la espalda.
_¡Maldito desgraciado! –se escucha a lo lejos.
_¡Mierda! Volvamos –dice Agustín desde arriba, mientras se escucha cada tanto un
murmullo femenino, compuesto principalmente de insultos.
Tratando de guiarse por el sonido, avanzan entre puertas y escaleras
descendentes –todas con huellas ya marcadas. Las voces van oyéndose cada vez más
cerca; además de la mujer, llegan a percibir algunas palabras cortas en tono
grave y soplado, como de un hombre con problemas respiratorios o de un fumador
empedernido en sus últimos días.
“Silencio” y “quieta” es lo único que consiguen entender.
El corazón les late muy fuerte y una especie de ira empieza a apoderarse de
vuestros movimientos. Se apresuran. Saben que algo malo pasa...
Por fin, trasponiendo una portezuela de dos hojas que permite entrar más abajo
del piso, llegan a un largo pasillo desde el que pueden oler un fuerte olor a
naftalina y ven las sombras de una persona, empeñada con sus manos en una
especie de pequeña tabla.
Con los dedos hacés señas para asomarse. Daniel y Agustín te siguen de atrás,
junto a la otra pared del túnel. Dan unos pasos y de repente, casi sin hacer
ruido, una cavidad se desmorona bajo sus piernas y ambos caen. Sus brazos se
extienden hacia arriba como si los hubieran jalado de los pies, desaparecen
instantáneamente hundiéndose en el piso y la abertura se cierra nuevamente.
Querés gritar –casi lo hacés- pero te acordás de la mujer y el tipo a tiempo.
Rezando para que tus amigos hayan ido a parar a algún otro sitio del castillo y
están sanos y salvos, decidís encargarte vos solo del problema.
Te asomás con sigilo y observás el inmenso laboratorio. Infinidad de tubos y
balones con líquidos de diferentes colores, se entremezclan sobre las mesadas.
Vasos cristalinos humeantes y tableros con muestras de brazos, piernas y
¡cabezas!, entre otras partes de personas y animales, rodean la sala. El hombre
está de espalda, trabajando en otra gran mesa rectangular sobre la que ves
multitud de piezas electrónicas, cableados y baterías. Se halla entretenido en
lo que parece ser una pequeña plaqueta verde, con transistores y otros elementos
diminutos.
En el laboratorio contiguo, que posee paredes vidriadas, llegás a divisar una
inmensa maquinaria junto a varias jaulas de animales y frascos. La maquinaria
presenta dos grandes cabinas -del tamaño de las telefónicas- y entre ambas, un
enjambre de cables, tubos de vidrio y plásticos y alguna especie de motores o
bombas -o algo por el estilo.
Oís nuevamente uno de los insultos con voz de mujer y te das cuenta que, dentro
del cubículo más cercano a la pared de vidrio hay una chica de unos 18 años,
demacrada y con sangre en algunas partes de su rostro. Sus mejillas brillan de
lágrimas y los insultos que expele desencajan con su belleza.
Súbitamente el hombre -que viste un haraposo guardapolvo-, voltea para recoger
unas pinzas que cuelgan a su derecha. Lo reconocés: es el viejo profesor que
vive en la mansión, con todo el aspecto de un científico loco; pero de los
malos.
No llega a verte mas al parecer presiente algo, y toma una escopeta que prepara
rápidamente para disparar, sujetándola horizontal y recorriendo en forma
circular todo el perímetro del laboratorio. Cuando pasa por el pasillo se
detiene y, sin decir nada, te ensordece con un tremendo disparo que rebota en el
techo, a unos centímetros de tus orejas. Hecho esto acerca la mano a su oído
como tratando de escuchar algún movimiento de quien estuviera oculto allí. Tu
corazón palpita fuertemente otra vez. Si morís, nada podrás hacer para ayudar a
la chica. No sabés si es cobardía o inteligencia, pero te planteás seriamente
qué hacer:
Salís sigilosamente a buscar ayuda
Tratás de alcanzar un frasco de ácido
para volcarlo sobre Peñasco cuando éste no pueda verte
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