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EXPERIMENTO MORFO (pág. 6)

Esa tarde tomaste la leche con premura. Habiendo telefoneado hacía instantes a tus dos amigos, cruzaste corriendo las dos cuadras que te separaban del baldío donde habían quedado en encontrarse. La expectativa era mucha. Pronto tratarían de colarse en el antiguo castillo del ermitaño científico loco y pasarían allí la noche más alucinante de sus vidas.

Sólo llevabas tu bolsa de dormir y unas pocas provisiones.

Siendo las siete, los tres estaban ya reunidos y a las 19:15 partieron. Los separaba de la misteriosa mansión la distancia de una legua. A caballo –como iban- llegarían muy pronto. El sol acostumbraba ponerse a eso de las ocho por estas fechas primaverales, así que según habían planeado, la luz del día les alcanzaría justo. Montás y arrancan...

Tu caballo galopa como nunca y el viento que te golpetea el rostro refuerza tu sentido del valor, necesario para enfrentar la aventura de turno que habían dado en llamar: “El acecho al Conde Drácula”...

La tarde nublada y el fresco persistente se hacen carne ya entre las riendas y tus dedos. Daniel y Agustín te retan a correr poco antes de llegar y galopás con tu amado corcel a mayor velocidad que un rayo. Arribás “primero” a la tranquera de la estancia Peñasco. Festejás brevemente con el puño en alto y desensillás preparado a escabullirte en el misterio.

Los tres se arriman semierguidos hasta el viejo portón. Con sorpresa alentadora ven que está abierto y se cuelan sin necesidad de emplear las sogas de escalada que llevara Daniel.

El patio se ve gris y desierto. No hay flores, árboles, plantas, ni siquiera un mísero yuyo que regocije a las tiesas baldosas.

Ven varias puertas oscuras. Las contás y suman siete. Todas similares y cerradas, salvo una que parece entreabierta, dejando escapar un tímido resplandor.

Suponiendo que el dueño puede estar en alguna habitación tras ella, intentan abrir cada una de las otras seis puertas, pero no lo logran ni con vuestro mayor esfuerzo. La técnica de la ganzúa -que Agustín conoce a la perfección- había fallado hoy. Sólo resta intentar silenciosamente meterse por la que no está bajo llave.

Muy despacio, se mueven junto a la pared de piedra hasta estar a unos centímetros del portal. Te agachás... con la mano izquierda lo empujás en forma imperceptible desde cerca de las bisagras y éste se va corriendo. Todavía no te animás a asomar la vista... aguardás unos minutos para desechar cualquier posibilidad de presencia del dueño tras la puerta. Con mucha precaución vas entrando la cara y comprobás visualmente que no hay moros en la costa, por lo que das señal a tus amigos para que se adentren.

Las luces están encendidas. Salen de unos faroles metálicos que penden de las elevadas paredes. Una gran mesa de mármol con patas de madera negra preside el cuarto. Cuatro sillas arrumbadas entre ella y la pared del fondo muestran tejida una amplia tela araña, en la que se ven atrapados muchos insectos.

A la izquierda, coincidiendo con los dos faroles más luminosos, una pequeña arcada deja ver multitud de huellas. Algunas recientes, embarradas, y otras resecas y hasta malolientes; como si nadie se tomara el trabajo de asear el castillo.

_¿Qué hacemos? Es la única salida desde acá; si no tenemos que volver al patio –comenta Agustín.

_Sigamos –coinciden, y pasan con cuidado por la pequeña abertura, agachando algo las cabezas.

La habitación contigua es una gran sala, con escaleras a ambos lados que se elevan varios pisos, puertas, ventanales cerrados por paredes desprolijas de ladrillo, mesas, sillones con ribetes dorados, muebles con libros y otras cuantas cosas, todas cubiertas por el polvo.

_Debe de haber sido un castillo fabuloso –balbuceás en voz baja- Miren que cantidad de candelabros dorados y cuantas porquerías enchapadas en oro.

_Bueno, para dónde vamos ahora –te interrumpe Daniel.

Tus dos amigos son algo más chicos que vos, y siempre te han tenido como una especie de hermano mayor.

_Creo que lo mejor para pasar la noche, sería ir a alguno de los pisos de arriba. Parece que el viejo no los pisa nunca; fíjense que el polvo de los escalones está liso liso, como si nadie los hubiera caminado por siglos. Vamos a subir por aquella, la que empieza donde está el cuadro de los barcos.

Tus palabras eran sensatas. Desde abajo podían verse docenas de habitaciones en los pisos superiores, así que partieron con precaución hacia el enorme cuadro de buques y piratas, que precedía a los primeros escalones.

_Ustedes primero –indicaste a tus compañeros. Los peldaños crujían a cada paso. Adelante salió Agustín, después Daniel y por último vos. Pisás el primero... el segundo escalón y un grito de mujer metido hacia adentro del castillo te paraliza. Un escalofrío les recorre la espalda.

_¡Maldito desgraciado! –se escucha a lo lejos.

_¡Mierda! Volvamos –dice Agustín desde arriba, mientras se escucha cada tanto un murmullo femenino, compuesto principalmente de insultos.

Tratando de guiarse por el sonido, avanzan entre puertas y escaleras descendentes –todas con huellas ya marcadas. Las voces van oyéndose cada vez más cerca; además de la mujer, llegan a percibir algunas palabras cortas en tono grave y soplado, como de un hombre con problemas respiratorios o de un fumador empedernido en sus últimos días.

“Silencio” y “quieta” es lo único que consiguen entender.

El corazón les late muy fuerte y una especie de ira empieza a apoderarse de vuestros movimientos. Se apresuran. Saben que algo malo pasa...

Por fin, trasponiendo una portezuela de dos hojas que permite entrar más abajo del piso, llegan a un largo pasillo desde el que pueden oler un fuerte olor a naftalina y ven las sombras de una persona, empeñada con sus manos en una especie de pequeña tabla.

Con los dedos hacés señas para asomarse. Daniel y Agustín te siguen de atrás, junto a la otra pared del túnel. Dan unos pasos y de repente, casi sin hacer ruido, una cavidad se desmorona bajo sus piernas y ambos caen. Sus brazos se extienden hacia arriba como si los hubieran jalado de los pies, desaparecen instantáneamente hundiéndose en el piso y la abertura se cierra nuevamente.

Querés gritar –casi lo hacés- pero te acordás de la mujer y el tipo a tiempo.

Rezando para que tus amigos hayan ido a parar a algún otro sitio del castillo y están sanos y salvos, decidís encargarte vos solo del problema.

Te asomás con sigilo y observás el inmenso laboratorio. Infinidad de tubos y balones con líquidos de diferentes colores, se entremezclan sobre las mesadas. Vasos cristalinos humeantes y tableros con muestras de brazos, piernas y ¡cabezas!, entre otras partes de personas y animales, rodean la sala. El hombre está de espalda, trabajando en otra gran mesa rectangular sobre la que ves multitud de piezas electrónicas, cableados y baterías. Se halla entretenido en lo que parece ser una pequeña plaqueta verde, con transistores y otros elementos diminutos.

En el laboratorio contiguo, que posee paredes vidriadas, llegás a divisar una inmensa maquinaria junto a varias jaulas de animales y frascos. La maquinaria presenta dos grandes cabinas -del tamaño de las telefónicas- y entre ambas, un enjambre de cables, tubos de vidrio y plásticos y alguna especie de motores o bombas -o algo por el estilo.

Oís nuevamente uno de los insultos con voz de mujer y te das cuenta que, dentro del cubículo más cercano a la pared de vidrio hay una chica de unos 18 años, demacrada y con sangre en algunas partes de su rostro. Sus mejillas brillan de lágrimas y los insultos que expele desencajan con su belleza.

Súbitamente el hombre -que viste un haraposo guardapolvo-, voltea para recoger unas pinzas que cuelgan a su derecha. Lo reconocés: es el viejo profesor que vive en la mansión, con todo el aspecto de un científico loco; pero de los malos.

No llega a verte mas al parecer presiente algo, y toma una escopeta que prepara rápidamente para disparar, sujetándola horizontal y recorriendo en forma circular todo el perímetro del laboratorio. Cuando pasa por el pasillo se detiene y, sin decir nada, te ensordece con un tremendo disparo que rebota en el techo, a unos centímetros de tus orejas. Hecho esto acerca la mano a su oído como tratando de escuchar algún movimiento de quien estuviera oculto allí. Tu corazón palpita fuertemente otra vez. Si morís, nada podrás hacer para ayudar a la chica. No sabés si es cobardía o inteligencia, pero te planteás seriamente qué hacer:

Salís sigilosamente a buscar ayuda

Tratás de alcanzar un frasco de ácido para volcarlo sobre Peñasco cuando éste no pueda verte

4552-6780 (Parroquia) Estomba y Echeverría - Capital Federal