El profesor Rodolfo Peñasco, licenciado en biología de la
Universidad de Buenos Aires y doctor en química, tenía unos cincuenta y dos
años.
Había pasado casi toda su vida entre las clases de la facultad y la fundación, y
largas noches en los laboratorios de su mansión, que hubo heredado del abuelo
Peñasco, reconocido embalsamador de los pagos platenses.
La abuela, a quien mucho quiso en vida, se había encargado de criarlo desde
tiempos que él mismo no recordaba. Según le habían contado, sus padres murieron
cuando jóvenes en un terrible accidente aéreo, viajando hacia Ciudad del Cabo.
Al parecer, el ingreso de un ave en uno de los motores del avión provocó
entonces la catástrofe.
De su madre le quedaba un retrato y de su padre una cadenita de plata que aquél
mucho apreciaba.
La abuela Peñasco había muerto hacía pocos años y el abuelo, hombre tosco de
manos finas y ágiles, había sido dado por muerto a partir de su desaparición,
cuando cazaba simios en el África para experimentar técnicas de taxidermia que
quería aplicar sobre humanos, una vez que las tuviera completamente
desarrolladas.
El abuelo era la persona que Rodolfo había tomado de guía para formar su
personalidad, desde pequeño. De él tenía muchos modos y costumbres, y conservaba
especialmente el gusto por los cuerpos de todo ser vivo. Es por eso que en su
momento buscó graduarse en biología, completando tiempo después su formación
científica apuntada directamente al laboratorio, con el doctorado en química.
La pasión del profesor Peñasco era tal, que durante el último año de su segunda
carrera, convenció a los familiares de su mejor amigo y compañero de estudios
-cuando éste acababa de fallecer por una intoxicación letal- que le brindasen el
cadáver del muchacho para emplearlo en experimentos. “El así lo hubiera querido”
–fueron sus últimas y duras palabras a la madre del joven, que terminó
accediendo al insistente pedido.
La mansión en que vivía tenía aspecto de castillo. Construida en el siglo XVI,
las torres de roca al aire y el pesado portón que al bajarse cruzaba el foso
repleto de agua, pintaban un clima europeo medieval.
La obsesión de Rodolfo en sus investigaciones, lo había mantenido alejado de las
chicas, pero su soltería ya no lo preocupaba. Para lo que sí usaba a las niñas y
mujeres –cuando conseguía alguna- era para servirle de conejillo de indias en
sus inaprobables experimentos.
Las celdillas y decenas de habitaciones del castillo, el gran salón y las salas
secundarias, vivían repletos de tela araña y vestidos por el polvo. Los únicos
pasadizos transitados a diario, eran los que llevaban desde el patio -al que se
accedía una vez traspuesto el portón- hacia los dos laboratorios del subsuelo. |
En uno de ellos, de atmósfera controlada, Rodolfo llevaba adelante las
investigaciones en su fase final, una vez que habían superado cada una de las
arduas etapas de pruebas y contrapruebas en las que vivía enroscándose. Este
laboratorio contaba con una antesala de higienización, donde colgaba los trajes
especiales para ingresar. En la puerta hermética, un cartelito escrito a mano
con marcador indeleble contaba “Ejecución final”.
El otro laboratorio, mucho más sucio y desordenado, era el lugar donde
normalmente pasaba sus largas horas el científico; comía, leía, hacía mezclas de
los más variados fluidos, diseccionaba cuerpos de animales y a veces cadáveres
humanos, diseñaba cada paso de sus nuevos desarrollos, dormía y hasta miraba la
televisión, de vez en cuando.
Ese laboratorio no tenía cartel, y su puerta de madera de roble se hallaba
tremendamente sucia, con negruras esparcidas desde las partes más solicitadas al
momento de abrirla o cerrarla, hacia cada uno de sus rincones.
Por estos días, el profesor regresaba de su cátedra de medicina forense del
turno noche, manejando la camioneta recauchutada que solía acompañarlo a todos
lados. Se traía entre manos una de sus máximas creaciones. La ansiedad lo hacía
presa cada vez más. Los segundos transcurridos mientras el viejo motor de la
Ford hacía girar las cuatro ruedas, le parecían interminables...
Al llegar, después de descolgar el garfio metálico que sostenía la gruesa cadena
del portón, y antes de que éste toque el suelo, de un salto se inyectó en el
castillo y bajó corriendo al laboratorio.
Gritos e insultos que partían desde dentro de la sala de ejecución final lo
recibieron cuando encendió las luces. El profesor estaba a punto de concretar un
magnífico trasplante. No era un trasplante físico, sino que había conseguido
manipular de tal forma la energía, que era ya capaz de trasladar el espíritu y
la mente viva de un ser al cuerpo de otro. Lo había logrado ya con simios y
ratones, y con arácnidos y un felino; pero era tiempo de aplicarlo a la máxima
creación de la naturaleza: el hombre.
La ética escaseaba en el interior del científico. Un día atrás había pedido a
una de sus alumnas que lo acompañara para ayudarlo con unos preparados y, al
tiempo que la tuvo en el laboratorio, le inyectó un somnífero y la preparó en el
sitio de su máquina donde se ubicaba al ser donador, a fin de llevar a cabo hoy
la ejecución final del experimento.
La chica estaba desesperada y débil, sin comer ni beber desde que Peñasco la
sujetara al aparato y temiendo a cada instante por su vida.
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