Ya casi no veía a Fiorela por la distancia que los separaba. Y todo indicaba que
ese viaducto subterráneo comunicaba con el infierno. Así que tanto él como ella
trataban de mantenerse prudencialmente apartados.
Los pasadizos originales permanecían en su sitio y amainaba ya la feroz
tormenta. El viento era escaso. No nevaba. Algunos animales fueron acercándose
al camino. Entre ellos, un búho, lechuza o tal vez caburé se posó sobre las
ramas bajas de un pelado jacarandá. Sus enormes ojos café reflejaban la figura
embudesca de aquellos extraños túneles espirituales. El pájaro giraba la cabeza
en una y otra dirección, como observando de a uno por vez los remolinos.
Pero si el búho veía los túneles, tal vez existiesen en la realidad física. Y
los chicos... ¡Si llegaban en ese momento podrían caer en el cada vez más amplio
hueco central! ¡Qué barbaridad!
Aunque no alcanzaban ya a divisarse entre ellos y mucho menos a oírse, Fiorela y
Román tuvieron el mismo pensamiento: no podían esperar más. Había que actuar. |