Fiorela y Román llevaban ya veinticuatro bellos años viviendo
juntos. Cuando jóvenes, habían decidido dejar la ruidosa ciudad para asentarse
en algún lugar que tuviese muchos árboles, espejos de agua cristalina y
montañas. Habían estado buscándolo durante meses, viajando de aquí para allá en
las pausas del trabajo hasta que, hacia fines de octubre, lo encontraron.
Construyeron allí una cabaña de madera. El caminito de acceso, cubierto de
piedras grises y plateadas, estaba bordeado por dos fabulosos cordones de
jacarandás. Cuando llegaba la primavera, miles de flores lilas, a veces casi
celestes pintaban de magia en derredor.
Al año y medio de vivir en su casita de ensueño, Fiorela tuvo al primero de los
cuatro críos que la alegrarían más aún, agregándole vida y vida a la que ya
aportaban los pájaros, los roedores, los huemules y otros tantos amigos animales
que solían visitarlos. |
Así habían ido pasando los años. Agustín, Carolina, el más
gordito Ramón y la pequeña Rocío se acostumbraron desde niños a valerse por sí
mismos. La vida de campo, los incontables ascensos al cerro, saber hachar, andar
a caballo, nadar y otras tantas cosas buenas los ayudaron a convertirse en
jóvenes fuertes y de carácter.
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