Tal vez sea una locura, pero Román no imagina un futuro en el Paraíso sin
Fiorela. Estaba acostumbrado a jugarse por lo que creía, así que no esperó más.
Retrocedió varios metros hasta casi llegar a la entrada de túnel
amarillo-dorado, se inclinó y arrancó el pique más veloz que hubiese corrido en
su “vida”. Era extraño y a la vez prometedor: realmente la “vida” continuaba
después de morirse. También era extraño que el albedrío, o sea la capacidad de
elegir, de decidir hacer una cosa o la otra, continuase intacta tras la muerte.
Tal vez esperaban entrar en algún recorrido por el que fuesen “transportados” a
alguna parte, sin elección propia, movidos por alguna fuerza superior que les
dijese que hacer o simplemente los “llevase”. Pero no era así como al parecer
sucedía. Román corrió y corrió. Cuando estaba nomás a dos pasos del abismo,
brincó alto resorteándose con ambas piernas espirituales.
Era como si no hubiese gravedad.
¡Román volaba! Y le resultaba en extremo fácil. |
—Ahora llego, mi amor —avisó cuando la figura de Fiorela había aumentado
bastante de tamaño y seguramente podía escucharlo.
Pero la mujer hacía gestos asustados. Cruzaba repetidamente los brazos como
gritando que “no”.
Román vio hacia abajo: el cono rojizo se prolongaba muy, muy adentro del planeta
—o al menos eso parecía—. Humeaba un hedor cálido, viscoso.
Cuando ya pasaba casi el centro de aquel túnel, flotando a gran altura, notó que
perdía velocidad. Se erizaron sus cabellos espirituales. El miedo de
precipitarse allí dentro cinchaba forzudamente contra las ganas de llegar a la
orilla donde esperaba Fiorela desesperada.
Y ocurrió lo peor. Román creyó que le alcanzaba el impulso para sujetarse y
tenía razón. Pero cuando estuvo a centímetros del borde, instintivamente tomó el
brazo tendido de su mujer.
Continuar
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