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DESPUÉS DE AQUELLA TARDE (pág. 84)

Aquella realidad alocada de la Aldea y sus extraños seres, sumada a la explosión de Fiorela en mil gotitas de luz…

La situación merecía huir de ella. ¡Escapar!

Existía la posibilidad de que fuera del agujero negro, Román se reencontrase con Fiorela. Tal vez no, pero de nada servía continuar allí. Así que corrió. Impulsado por toneladas de bronca y tristeza transmutada en energía, Román corrió.

La ciudad fue quedando atrás. Atravesada aquella planicie de grava y más grava, fue haciéndose visible la zona del agujero. Un inmenso playón vertical entre plomizo y vidrioso, amparaba el hueco central, en medio de dos pliegues cónicos que se hundían hasta su contorno bien marcado.

Sin dudarlo el único humano que restaba en los pagos de la Aldea, se proyectó en tremendo salto hacia el hoyo. Entró. El pasaje resultaba tenso, como si se desprendiese de un elástico o tela araña. La cabeza y el pecho le dolían. Sufría tremenda descompresión. Parecía que iba a estallar.

Pero pronto asomó al otro lado y salió de las fronteras del agujero negro como propulsado por la flatulencia más potente de la galaxia.

La descompresión que quería reventarlo cesó de inmediato. Román se vio a sí mismo y era nuevamente traslúcido. No sentía nada. Lograba volar sin ninguna dificultad.

Comprendió que dentro del agujero negro la presión era tal, que permitía a los espíritus existir en forma física; cual si los volviese más densos. A decir verdad, era sólo una teoría…

Buscó por allí y por acá, sin acercarse demasiado a ninguno de esos huecos presurizados y oscuros, pero la mujer no aparecía. Tampoco pudo volver a ver al panadero gigante. ¿Cómo es llamaba..? Dolfin —o algo así—.

Bueno… ya estaba afuera, pero qué hacer ahora, sin la compañía de Fiorela, solitario como el llanero…

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