—Iré a casa.
Sin más que desearlo, el espíritu se movió destellante hasta la zona de los
hechos, donde tiempo atrás un rayo había destruido su cabaña de troncos, le
había arrancado el cariño de Fiorela y tantos sueños, como el de jugar con sus
nietos y enseñarles los secretos del bosque. Tantas cosas tendría ahora para
contarles…
Al descender, caminó con nostalgia por el sendero de jacarandás. Era la época
del año en que todas esas flores acelestadas sabían a magia, con un olor a no se
qué… como… como chocolate…
—¿Chocolate? —se criticó—. Los jacarandás no olían a cacao…
—Román… Román…
—Son las seis de la tarde mi amor —abrió los ojos y observó a Fiorela, que traía
la bandeja con tortafritas, un mate cebado y dos tazones de chocolate humeante,
para sacar el frío.
—Levantate que los chicos llamaron del colegio. No pueden salir por la tormenta.
Tenemos que ir a buscarlos con la camioneta.
—¿Es tormenta eléctrica? —Román se incorporó. |
Fiorela se encogió de hombros. Merendaron unas deliciosas tortafritas y trajeron
a casa a Rocío que salía de gimnasia. Ramón había preferido ir a casa de un
compañero que vivía en el pueblo y justo al otro día festejaba su cumpleaños.
Y tal parecía que habría muchos cumpleaños más… y tal vez nietos; quien sabe.
—Papi —se acercó Rocío—, mañana vayamos a ver al cine esa película de agujeros
negros que estrenan…
—¡¡¡No!!!
FIN |