—Permítanme acompañarlos. No me han mencionado sus nombres...
—Fiorela. Román —respondieron escuetos como niños de jardín de infantes a su
maestra jardinera, el primer día de clases.
—Están en su casa —la hoja Pit se acercó y haciendo un ademán con sus arrugas
invitó a seguir camino con él—. Por aquí, la mayoría de vidas son de especies
grandes como la mía —Pit medía unos tres metros de alto—; es la primera vez que
conozco a alguien de vuestra especie. ¿De qué universo han venido?
—Mmm... aún no conocemos muchos universos —comenzó a explicar Román—. Vivíamos
en un planeta llamado Tierra, que queda en una galaxia a la que los terrícolas
llamamos Vía Láctea —la ilustración iba bien—. El universo donde vivíamos, es
infinitamente más grande que la Vía Láctea. Estuvimos meses recorriéndola
después de morir, y ni siquiera llegamos a salir de ella.
—¿Después de morir? —se asombró Pit—. Ustedes... ¿están muertos?
—¿Tú no lo estás? —se extrañó Fiorela.
—¡Claro que no! Tan sólo he vivido un centenar de bosh desde que lloví. |
Entonces, quizá no estaban en un sitio que era ocupado por personas de otros
planetas luego de morir...
—Desde niño temí encontrarme con fantasmas —Pit se reponía de su asombro—; pero
ustedes parecen amigables; no como narran las historias escritas en tantos
cuentos de terror.
—¡No somos fantasmas! —se molestó Fiorela, como si hubiesen medido
exageradamente su edad.
—En realidad... sí lo somos, o lo éramos hasta que entramos a la Aldea
—reflexionó el hombre desenroscando su pera en el hueco de la mano.
—Dices que tú no naciste, ¿no tienes una madre o algo parecido? —lo escrutó
Fiorela.
—¿Madre? ¡Por supuesto! —sonrió Pit—. Todos debemos nuestra vida a la Madre Luz,
que se derrama permanentemente sobre la Aldea.
—¿Y cómo naces? —prosiguió su investigación.
Continuar
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