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DESPUÉS DE AQUELLA TARDE (pág. 71)

A cada paso había nuevas realidades. Explorar sonaba mejor...

¡Qué distinto se veía aquello! Hacia abajo existía suelo, extendiéndose plano como una superficie de madera, con vetas y nudos. “Parece pino” pensó Román.

Sobre sus cabezas llovía luz. Millones de gotitas encendidas pero no de fuego, sino sólo de luz, hacían las veces de una garúa torrencial, que nunca alcanzaba a mojarlos, ni pegaba contra el piso.

Caminaron por el bello páramo. Reinaba una emocionante tranquilidad.

En el horizonte, de a poco fue haciéndose visible la silueta de algo que asemejaba una ciudad. Los contornos de su imagen eran brillosos, salpicados por el albor de aquella llovizna persistente.

Ya que podían volar, decidieron hacerlo y acercarse rápido a la urbe espacial. Pero... No volaban. Habiendo transpuesto el hoyo negro, ya no podían levantar vuelo. Y sus brazos, el torso... estaban sólidos, no traslúcidos. Allí existían nuevamente en forma física.

Corrieron durante minutos. El cansancio seguía desaparecido o bien habían adquirido un enorme entrenamiento, porque ni Román ni Fiorela transpiraban una gota.

Pronto arribaron a la zona poblada.

—¡Shalom! —saludó una hoja de papel crepé color canela que regaba su jardín.

—Buen día, señor...

—Pit —interrumpió el enorme papel con amabilidad. —Me parece que son nuevos por aquí —asintieron con la cabeza mientras Fiorela tomaba a su marido por la mano con fuerza—. Entonces, ¡sean bienvenidos a la Aldea!

—Gracias, gracias —repitieron.

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