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DESPUÉS DE AQUELLA TARDE (pág. 60)

—Salgamos de aquí Román. Ya no pertenecemos a nuestros cuerpos. Somos espíritu y podemos volar. ¡Hagámoslo!

—Ve tú —el marido no estaba de acuerdo en abandonarse ahí tirado en el piso.

—Pero no se trata de ti —quiso convencerlo Fiorela—; es como la cáscara donde vivíamos...

Infantilmente, caprichoso, Román cerró los párpados haciéndose el dormido. Fiorela resignada se elevó de su cuerpo y comenzó a volar. Más y más alto. Altísimo.

Al parecer la velocidad no era un impedimento. Podía moverse lento, rápido o como quisiese. En tal grado estaba disfrutando esa libertad inconmensurable, que antes de dar un vistazo por el hospital o por los chicos, nuestra amiga decidió llegar a la Luna.

Y lo logró en un instante. ¡Increíble! Tal como la mostraban en la televisión. Gris-blancuzca, pedregosa, cráteres, arena, el cielo oscuro del tono espacial. Miles, millones de estrellas.

Quería visitar Marte, Júpiter, todos los planetas, pero antes habría que buscar a los chicos...

Extrañamente, esa pena profunda que sentía después de fallecer, esa dolorosa impotencia de no poder proteger a los seres queridos de la horrible sensación que los esperaba al encontrarlos allí muertos, hizo lugar a un renovado e inesperado entusiasmo. No parecía ser tan mala la vida después de la muerte; era fabulosa, descomunal.

“Está buenísimo” gritaba mentalmente el espíritu de Fiorela.

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