—Salgamos de aquí Román. Ya no pertenecemos a nuestros cuerpos. Somos espíritu y
podemos volar. ¡Hagámoslo!
—Ve tú —el marido no estaba de acuerdo en abandonarse ahí tirado en el piso.
—Pero no se trata de ti —quiso convencerlo Fiorela—; es como la cáscara donde
vivíamos...
Infantilmente, caprichoso, Román cerró los párpados haciéndose el dormido.
Fiorela resignada se elevó de su cuerpo y comenzó a volar. Más y más alto.
Altísimo.
Al parecer la velocidad no era un impedimento. Podía moverse lento, rápido o
como quisiese. En tal grado estaba disfrutando esa libertad inconmensurable, que
antes de dar un vistazo por el hospital o por los chicos, nuestra amiga decidió
llegar a la Luna. |
Y lo logró en un instante. ¡Increíble! Tal como la mostraban en la televisión.
Gris-blancuzca, pedregosa, cráteres, arena, el cielo oscuro del tono espacial.
Miles, millones de estrellas.
Quería visitar Marte, Júpiter, todos los planetas, pero antes habría que buscar
a los chicos...
Extrañamente, esa pena profunda que sentía después de fallecer, esa dolorosa
impotencia de no poder proteger a los seres queridos de la horrible sensación
que los esperaba al encontrarlos allí muertos, hizo lugar a un renovado e
inesperado entusiasmo. No parecía ser tan mala la vida después de la muerte; era
fabulosa, descomunal.
“Está buenísimo” gritaba mentalmente el espíritu de Fiorela.
Continuar
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