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DESPUÉS DE AQUELLA TARDE (pág. 56)

Ya llevan como dos horas recostados inmóviles, pero las noticias no son buenas: nieve y viento vuelven a azotar la estancia y sus alrededores. En poco rato surge otra feroz tormenta.

Con ese clima, era posible que los chicos pasasen la noche en la escuela. Y Carolina, salvo que llamase por teléfono y se preocupara porque no respondían, seguiría en Bariloche, a más de trescientos kilómetros de allí.

Pero había alguien o álguienes que recién llegaban a las ruinas de la casita. Se trataba de Froncho y su familia, como acostumbraban llamar a los ratones que de vez en cuando pasaban y debían perseguir para que no cruzasen el zaguán y anidasen dentro.

—No Froncho, ¡Juera bicho! —Román notó que una de las lauchas tiraba de sus cordones. Mas no lo escuchaban. Aunque intentaba una y otra artimaña, los animalitos masticaban...

Y masticaban...

Luego llegaron cascarudos, insectos voladores y hasta un zorro colorado, que sacudiendo su rubio pelaje alejó a la mayoría de alimañas del cadáver de Fiorela. Tironeando forzudamente la quitó de debajo de los escombros y fue arrastrándola hasta perderse de vista.

Toda aquella masticación no les causaba más que impresión, pues dolor ninguno sufrían.

Luego llegó otro zorro y un aguilucho que, desafiando a la tormenta, trabó combate con el cuadrúpedo para quedarse con los trozos principales de esa grasita que tanto disfrutaban y seguramente protegería del frío a sus pichones.

Román se compadeció en esta idea, inmerso en un idealismo ecologista mientras sacudían los flecos de su cuerpo muerto de aquí para allá.

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