Ya llevan como dos horas recostados inmóviles, pero las noticias no son buenas:
nieve y viento vuelven a azotar la estancia y sus alrededores. En poco rato
surge otra feroz tormenta.
Con ese clima, era posible que los chicos pasasen la noche en la escuela. Y
Carolina, salvo que llamase por teléfono y se preocupara porque no respondían,
seguiría en Bariloche, a más de trescientos kilómetros de allí.
Pero había alguien o álguienes que recién llegaban a las ruinas de la casita. Se
trataba de Froncho y su familia, como acostumbraban llamar a los ratones que de
vez en cuando pasaban y debían perseguir para que no cruzasen el zaguán y
anidasen dentro.
—No Froncho, ¡Juera bicho! —Román notó que una de las lauchas tiraba de sus
cordones. Mas no lo escuchaban. Aunque intentaba una y otra artimaña, los
animalitos masticaban...
Y masticaban... |
Luego llegaron cascarudos, insectos voladores y hasta un zorro colorado, que
sacudiendo su rubio pelaje alejó a la mayoría de alimañas del cadáver de
Fiorela. Tironeando forzudamente la quitó de debajo de los escombros y fue
arrastrándola hasta perderse de vista.
Toda aquella masticación no les causaba más que impresión, pues dolor ninguno
sufrían.
Luego llegó otro zorro y un aguilucho que, desafiando a la tormenta, trabó
combate con el cuadrúpedo para quedarse con los trozos principales de esa
grasita que tanto disfrutaban y seguramente protegería del frío a sus pichones.
Román se compadeció en esta idea, inmerso en un idealismo ecologista mientras
sacudían los flecos de su cuerpo muerto de aquí para allá.
Continuar
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