Y entre las columnas, a los costados y según parecía también por detrás de
ellas, viajaba un tortuoso canal ígneo con lava u otra sustancia similar.
Constantemente había focos de fuego encendiéndose y extinguiéndose sobre la
cresta de aquel hirviente caudal. Esas llamaradas generaban la iluminación de la
cueva.
—También hay gente —indicó Fiorela bajando la voz, aunque estaban a enorme
distancia de ellos.
Unos hombrecillos rojos cruzaban de vez en cuando persiguiéndose y gritando.
—Algunos portan palos —comentó Román— ¡hasta hay uno con tridente!
—Pero entonces... ¡realmente estamos en el infierno! —el hombre entró en
desesperación. Pero Fiorela no respondía. Román volteó mientras oía una risa a
sus espaldas. Uno de esos hombrecillos rojos, que medía como dos metros de alto
y tenía cuernos, sujetaba a Fiorela tapándole la boca y sosteniendo el filo de
un cuchillo contra su cuello. |
—Ja, ja, ja. ¡Malvenidos! —farfulló.
Román reflexiona un instante. —¿Vas a matarla? —le inquirió con enojo. —¿Cómo lo
harás si ya estamos muertos?
El demonio gesticuló una sonrisa burlona y cortó el cuello espiritual de la
mujer. Sobre el suelo de piedra se desplomó el cuerpo sin vida –ni muerte- y
como quien lanza un pase de fútbol americano, arrojó la cabeza hacia el
precipicio.
Román instintivamente salta y toma la cabeza, pero ahora se ve cayendo por los
aires cálidos de aquella monstruosa cripta.
—Soltame —le pide la cabeza.
Suelta la cabeza de su esposa
Sigue cayendo con ella
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