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DESPUÉS DE AQUELLA TARDE (pág. 28)

La manera más rápida de llegar hasta Fiorela era siguiéndola. Román respiró profundamente ese hedor que reinaba dentro de la cueva, al que ya estaba acostumbrándose y saltó hacia lo profundo de la laguna oscura.

Consiguió meterse tanto hacia abajo a fuerza de nado, que su cabeza casi explotaba de presión. Volvió a flote y mientras respiraba, razonó que como espíritu no era lógico que necesitase respirar. Se hundió una pizca para experimentar. Relajó la respiración bajo el agua, abrió la boca y... Por poco se ahoga. Tosiendo, escupiendo líquido desde su espiritual tráquea, braceó unos cuantos metros hasta volver a la orilla.

¿Pero entonces no era espíritu? Volvió a mirarse dentro. Se veía transparente, como fantasma de película.

—¿Y los espíritus respiran? —no entendía bien. Tal vez así fuese. Nadie que hubiese conocido cuando aún era de carne y hueso podía aseverar lo contrario, ni los más expertos profesores de la universidad, ni siquiera los sacerdotes y religiosos. La realidad espiritual que iba de a poco conociendo era absolutamente nueva.

“Soy como un niño cuando nace” pensó.

Mientras estaba sentado con los pies mojados en la ondeante margen del espejo de agua, una de las luces que recorría lo profundo de las estalagmitas que formaban el suelo allí, emergió tímidamente y volvió a ocultarse. Pero ese momento de claridad, le permitió reconocer una zona distante donde brotaban burbujas.

De inmediato se echó al agua y comenzó a nadar.

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