Las burbujas eran grandes, como bocanadas de agua helada mezclada con aire que
eructaba algún corredor sumergido. Descendió tres o cuatro metros y allí estaba,
muy suavemente iluminado por algún resplandor, que seguramente llegaba de la
misma zona de donde provenían las otras luces. Se trataba de un conducto amplio,
horadado en la roca por la madre naturaleza. En realidad... no por ella sino por
lo que la reemplazara en el mundo de los espíritus...
Román tenía bastante aire y se metió por allí. Mientras entraba, oyó latidos
lentos y metálicos. Una sístole y una diástole después, fue chupado con fuerza y
salió despedido hacia la rompiente de una cascada interna, que comunicaba con
otra sala de la imbricada caverna.
Resbaló con su cuerpo encorvado sobre la espuma que tapizaba el pedregullo y se
precipitó unos cuantos metros hasta reventar junto con el resto del caudal,
contra el charco que recibía la cascada. Por fortuna tenía cierta profundidad,
lo que amortiguó el golpe.
—¡Román! —gritó Fiorela junto a la orilla, donde había estado esperando ansiosa
que la cascada intermitente por la que ella cayó, trajese también a su marido. |
—Intenté subir cuando aparentaba secarse, pero no hice a tiempo y un torrente
tremendo de agua volvió a tirarme —le explicó a Román indicándole el ángulo
superior de la cascada, que en ese momento había vuelto a escurrir
convirtiéndose en pura piedra pelada.
—¿De donde viene esa luz? —quiso saber el esposo. Unas franjas anaranjadas
recorrían sin parar el techo y los lados rocosos.
Fiorela lo llevó hasta una pequeña meseta que terminaba abruptamente en un
empinado acantilado. Desde allí se abría una vista panorámica. El fondo de toda
aquella zona era curvo, cóncavo, como el interior de una pelota. Desde el centro
y hacia los lados, trepaban sin cesar millares de columnas que se juntaban en lo
alto hasta perderse de vista. Eran las estalagmitas que Román había visto cuando
estaba en el nivel superior de la caverna.
Continuar
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