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DESPUÉS DE AQUELLA TARDE (pág. 6)

Aunque sin duda sabían que toda la gente se muere tarde o temprano, no tenían idea de cómo actuar cuando ello sucedía.

Román recordaba al menos una decena de oportunidades en las que había metido la pata por apresurarse. Y tomar acciones alocadas ahora, se parecía mucho a eso. Así que, después de conversarlo con Fiorela, decidieron esperar.

El aire arremetía ventoso contra los jacarandás, que tiritaban como esqueletos desprovistos de sus bellas hojas y flores. La temperatura rondaba los seis u ocho grados bajo cero. No cesaba de nevar. Pero siendo espíritus, notaron que aquel frío intenso estaba lejos de afectarlos. Se sentía como si hiciesen veinte grados... A decir verdad, no percibían temperatura alguna.

Luego de esperar y esperar flotando de pie, Fiorela pensó en sentarse y lo hizo, aunque sólo posturalmente porque faltaban sillas que fuesen espíritu como ella. Pero no quiso sentarse por cansancio, porque tampoco ello ocurría en aquel nuevo estado. Ni estaba cansada, ni dormida de sueño, ni muy despierta... sólo “estaba”.

Román caminaba de aquí para allá. Pateaba con bronca los tablones amontonados de lo que hasta hacía instantes era su hogar, pero el pie traslúcido atravesaba la madera una y otra vez sin causar efecto. Y eso le daba más bronca, aunque la controlaba.

Una extraña idea comenzó a rondarle la imaginación: no fuese a ocurrir que poniéndose malo justo ahora, la ira lo condujese a lugares adonde no quería viajar; hasta le daba miedo pensar en voz baja, en ese supuesto abismo al que se creía que eran llevadas las personas malas cuando fallecían.

Así que sacudió con fuerza su cabeza de espíritu y se puso a pensar nuevamente en los chicos.

—¡Román! —gritó la mujer.

El marido dio media vuelta y observó con asombro cómo se abría, a manera de tornado horizontal de luz, un ancho túnel cristalino. Sus paredes rotaban constantemente y refractaban las imágenes de alrededor, como si estuviesen hechas de agua.

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