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DESPUÉS DE AQUELLA TARDE (pág. 2)

Agustín había terminado su colegio secundario hacía tres años ya y ahora vivía en la Capital donde estudiaba para ser Arquitecto. Sus hermanos asistían a la misma y querida escuelita de pueblo, cuyas paredes podían contar cada una de las travesuras e historias de los cuatro chicos Rosin y de sus compañeros y es más, si esos ladrillos tuvieran pluma y tinta, podrían escribir el más completo compendio de vivencias, comenzando por los mismos pioneros que habían fundado el poblado de Quiriché.

Eran las cinco y veinte. Fiorela preparaba el mate de la merienda con sus manos curtidas aunque suaves. Román sacudió la nieve que lo cubría, pisó fuerte varias veces el felpudo de alambre tejido y cerró con esfuerzo la puerta de entrada. Afuera, el viento blanco soplaba con furia. Los árboles se inclinaban muchísimo. La espuma helada reventaba contra el plano de las ventanas.

Para colmo de tormentas, los truenos no dejaban de hacer temblar el paisaje y el espesor plomizo de las nubes tapaba hasta la más diminuta porción del firmamento.

Los dos Rosin más pequeños estaban con sus respectivas maestras en la escuelita de Quiriché, aguardando a que mejorase para retornar al hogar.

Carolina hacía medio mes había comenzado con las clases de esquí que impartía a los turistas en Bariloche.

En la casa de los Rosin, Fiorela se estaba acercando a su marido con las tortafritas en una mano y el mate en la otra, cuando ocurrió lo inesperado.

Un rayo enorme, de ese plasma celeste brillante que quiebra el cielo y hace vibrar cada gota de aire, reventó contra la cumbre del altillo y viajando como luz por unos fierritos que había en la pared, llegó a la planta baja y destrozó la construcción en segundos. Vigas, troncos, metal y ladrillos se precipitaron de repente.

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