Agustín había terminado su colegio secundario hacía tres años
ya y ahora vivía en la Capital donde estudiaba para ser Arquitecto. Sus hermanos
asistían a la misma y querida escuelita de pueblo, cuyas paredes podían contar
cada una de las travesuras e historias de los cuatro chicos Rosin y de sus
compañeros y es más, si esos ladrillos tuvieran pluma y tinta, podrían escribir
el más completo compendio de vivencias, comenzando por los mismos pioneros que
habían fundado el poblado de Quiriché.
Eran las cinco y veinte. Fiorela preparaba el mate de la merienda con sus manos
curtidas aunque suaves. Román sacudió la nieve que lo cubría, pisó fuerte varias
veces el felpudo de alambre tejido y cerró con esfuerzo la puerta de entrada.
Afuera, el viento blanco soplaba con furia. Los árboles se inclinaban muchísimo.
La espuma helada reventaba contra el plano de las ventanas. Para colmo de tormentas, los truenos no dejaban de hacer
temblar el paisaje y el espesor plomizo de las nubes tapaba hasta la más
diminuta porción del firmamento. |
Los dos Rosin más pequeños estaban con sus respectivas maestras en la escuelita
de Quiriché, aguardando a que mejorase para retornar al hogar.
Carolina hacía medio mes había comenzado con las clases de esquí que impartía a
los turistas en Bariloche.
En la casa de los Rosin, Fiorela se estaba acercando a su marido con las
tortafritas en una mano y el mate en la otra, cuando ocurrió lo inesperado.
Un rayo enorme, de ese plasma celeste brillante que quiebra el cielo y hace
vibrar cada gota de aire, reventó contra la cumbre del altillo y viajando como
luz por unos fierritos que había en la pared, llegó a la planta baja y destrozó
la construcción en segundos. Vigas, troncos, metal y ladrillos se precipitaron
de repente.
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