No seguiría eternamente caminando por el remolino con suelo turquesa. A Fiorela
siempre le habían gustado los juegos de ingenio. Crucigramas, laberintos,
rompecabezas... Sabía que contaba con la habilidad suficiente como para
enfrentarlo; así que entró al laberinto espacial.
Las paredes eran espejadas. Tocó una de ellas y sintió que podía pararse de
costado.
Lo hizo. Caminó unos metros por la pared plateada, que ahora se había
transformado en piso. También se podía transitar por el techo...
Los accesos, recodos, caminos falsos y verdaderos aparecían en todas
direcciones. No se trataba de un laberinto bidimensional sino de un complejo
entramado de tres dimensiones.
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Como podía, fiorela fue dejando marcas, para no andar en redondo. Mentalmente
llevaba la cuenta de sus movimientos, dividiendo las posibilidades en ocho
octantes. Como no podía imaginar cuadrantes que le fuesen útiles, porque se
desplazaba tridimensionalmente, se guió durante varios días por los
correspondientes octantes.
No perdía la paciencia. Sabía que ese atributo en particular marcaba la
diferencia entre desesperar y encontrar la salida.
Fue difícil, pero en el momento menos pensado, avanzando por un pasillo espejado
idéntico a todo el resto de pasillos espejados, sabiendo que andaba por el
octante de arriba y adelante a la izquierda, Fiorela halló la salida.
Afuera, estaba el espacio con estrellas y cometas.
Fiorela salió por fin y allí mismo se reencontró con Román.
Continuar
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