Tiburones no había. Ni olas, ni nada para temer. Así que vendría bien refrescar
el espíritu.
“Extraño...” Fiorela no tenía calor, ni frío, ni nada. Pero igual le daban ganas
de zambullirse. Al parecer la mente del alma se cansaba de mucho pensar, como la
mente física.
“¿La mente estará en el cerebro o estará en el alma...?” dudó. Si los recuerdos
permanecían, tal como acababa de comprobar Fiorela al morirse, quería decir que
se ubicaba en el alma, ¡no en el cerebro!
Por otro lado, también existía la posibilidad de que cada órgano físico tuviese
su paralelo en el alma... Entonces, los recuerdos del cerebro quedarían
almacenados en el alma cerebral —¿se llamaría así, no?
Con ropa y todo, porque probó pero no podía sacársela —como si estuviese
integrada a su persona—, Fiorela juntó las manos y se lanzó en fabuloso clavado.
¡Chufff!
Estaba buena. ¡Y se podía respirar bajo el agua!
Para ser exactos, los espíritus no necesitaban respirar, ni lo hacían.
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“¿Cuán profundo será?” se intrigó Fiorela. Sumergida diez metros no veía el
fondo... Treinta metros y tampoco. Cuarenta...
Al final, a todos lados había agua. Por arriba, por abajo. Y nadie la acompañaba
buceando en semejantes profundidades.
Fiorela estaba decidida y continuó su descenso submarino. Algo le decía que
debía hacerlo.
Un montón de pies más hondo la recibió un señor de barba blanca y rostro gentil:
—¡Bienvenida al Paraíso, Fiorela!
Era uno de los guardianes de la eternidad feliz. Tenía poco trabajo porque pocos
espíritus alcanzaban semejante grado de osadía para sumergirse hasta allí.
—Pasa por aquella puerta de luz —indicó el guardián.
Fiorela asintió con la cabeza y nadó presurosa siguiendo la horizontal, en la
dirección que le acababan de marcar.
Continuar
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