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DESPUÉS DE AQUELLA TARDE (pág. 134)

—¡Sólo quiero encontrar a Fiorela! —el grito de Román cundió profundo agitando la crin azabache de aquel silencioso Islam celestial.

—¡Quiero encontrarla! —repitió y, aunque no había necesidad de romperlo, precipitó con fuerza ambos puños apretados contra el tablero cuenta-esposas.

Al “crash” siguió un escape, de nadie más que él mismo pero escape al fin, huyendo de una realidad dolorosa que no aceptaba como tal.

Román llegó a uno de los extremos lindantes con otra religión minoritaria... —¡Pero qué carajo importan las religiones aquí arriba! —enfurecido cual dragón arrojaba sus frases, ciertas y claras, como fuego de garganta—. ¡Sólo son los buenos y los malos! ¡Nada de esta mierda sirve!!!

El fervoroso alarido le fruncía tanto los ojos, que no llegó a notar cuando ocurrió el cambio: cada una de las paredes que separaba los accesos diferenciados por religión fueron cayendo.

Abierta de par en par la sala completa y a su lado el Paraíso luminoso, las serpenteantes tuberosidades por que había caminado desde la Tierra misma hasta allí, se quebraron cual cristal y también sucumbieron.

A manera de cósmico loft, planeta, atmósfera, espacio sideral y Paraíso fueron uno. Y con todas esas barreras derribadas, Román vio a Fiorela, a kilómetros, pero ambos corazones, latiendo al unísono, se entendieron a sí mismos durante un instante como los únicos dos seres vivos de la galaxia.

Román y Fiorela volaron más rápido que la luz y se abrazaron a la sombra de la Luna que los protegía del fragoroso Sol.

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