—Jo, jo, jo —un espíritu barbudo y sonriente, recibe a Román.
—¿Papá Noel? —pregunta nuestro amigo con algo de temor a equivocarse.
—¡Jo, jo, jo! —el espíritu barbudo casi se destornilla a carcajadas—. Soy Pedro,
San Pedro como me suelen llamar. Nicolás vive en el polo Norte, pensé que lo
sabías...
—Es que... —Román se notó escrutado por la sabiduría del guardián de las llaves
del Paraíso. ¡Cómo iba a equivocarse y decirle que era Papá Noel!
—No te preocupes, Román —¡sabía su nombre!—, muchos se confunden cuando oyen mi
risa barbuda y rechoncha. Además —continuó—, sabes por qué estás aquí conmigo,
¿no es así?
Veamos: si acababa de encontrarse con el santo que custodiaba, a manera de
portero, el renombrado Paraíso, tenía que ser porque se había portado bien en la
Tierra y con ello ganado el anhelado acceso a la feliz eternidad.
—¿Para entrar al Paraíso? —propuso tímidamente Román.
—Mmmm... —San Pedro murmuró esa sucesión de emes y a nuestro amigo recién muerto
le temblaron las patas traslúcidas.
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El santo no dijo más. Retrasó su banqueta, irguió su también traslúcido aunque
panzón cuerpo, levantó un pobladísimo llavero, cuyo aro medía diametralmente más
o menos treinta centímetros, sacó una llave dorada y pesada y la arrojó precisa
hacia Román.
—Qué puntería ¿no? Jo, jo, jo... —San Pedro volvió a sentarse y anunció:
—Escoge...
Román perdió de vista al portero celestial. Aparecieron dos portones de robusto
Quebracho con idénticas cerraduras.
“Sin duda, una es del Paraíso y la otra del Purgatorio” reflexionó, descartando
el temido infierno, al que seguro se iba por aquel remolino rojizo que ya había
quedado muy atrás.
Por sobre las puertas había un letrero que avisaba: “Elija una puerta y entre
por la otra”.
A esas alturas —y ”alturas” tenía muchos significados válidos por allí— no cabía
desconfiar, así que Román pensó un instante y se dijo convencido: —La de la
derecha; esa quiero —así que tomó valentía y pasó por la izquierda...
Continuar
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