Fiorela avanzaba delante de Román.
Cuando llegaron al cole, acababan de cruzarse en la ruta con el carro de
bomberos. Sabían hacia dónde se dirigía aullando ese lamento prolongado y rojo,
que logra poner en alerta hasta al más veterano del cuartel. Desde la distancia,
la casa de los Rosin iluminaba las ráfagas de nieve con un resplandor de fuego.
El bombero golpeaba la puerta e ingresaba al salón comedor. Doce alumnos y la
profesora de geografía aguardaban dentro.
Fiorela cruzó por la pared más cercana, haciendo uso de su transparencia física.
Ramoncito se paraba de golpe y corría al encuentro del bombero junto con la
señorita Watson, hija del ebanista.
Román, que en lugar de atravesar la pared prefirió meterse por la puerta,
entendió de inmediato lo que ocurría y, en un arrebato para evitar el
sufrimiento de sus hijos, decidió meterse dentro del cuerpo del bombero
voluntario.
El oficial se tomó la cabeza, retirándose el casco y frunciendo cada músculo
facial, como si le doliese hasta la médula.
La maestra, flaquita como era, atinó a sujetarlo. Cruzó ambos brazos bajo su
espalda y lentamente le ayudó a recostarse sobre las baldosas.
—¡Traigan agua! —pidió a sus alumnos. Rocío y Margarita O’Cake, una jovencita de
ascendencia irlandesa, rulos cobrizos y tantas pecas que no alcanzaban todos los
dedos de todas las manos de todos los habitantes de Quiriché para contarlas,
corrieron a la pileta del comedor, cargaron dos jarras y fueron a socorrer al
bombero desmayado. |
Pero cuando estaban a unos pasitos nomás, el hombre habló con voz gruesa y los
ojos semiabiertos: —Rocío; Romancito...
Ambos Rosin se miraron. Fiorela, que podía ver todo aunque no la viesen a ella,
se detuvo. No tenía idea si de alguna forma su esposo estaba comunicándose
mediante las cuerdas bocales del bombero.
—Papá y mamá los quieren... mucho... —dicho esto, la cabeza del oficial cayó
relajada hacia su derecha.
Mientras Guadalupe y sus alumnos trataban de despertarlo, en el plano espiritual
Fiorela hacía lo mismo con Román, quien se sostenía apenas con sus palmas sobre
el suelo. Lo que acababa de hacer, meterse en el cuerpo de alguien, resultaba
extenuante en extremo.
Rocío y Román, oyeron luego las cuidadas palabras del bombero y rompieron ambos
en llanto, abrazados a la maestra.
Nuestros amigos fantasmas, vieron una luz en lo alto, que sonaba fresca y
cristalina. Tomados de la mano subieron por ella...
FIN |