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DESPUÉS DE AQUELLA TARDE (pág. 24)

Román avanzaba unos pies más abajo. En la cara traslúcida de su espíritu palpaba el viento crepitante, cual si brotase a bocanadas del interior de aquellos hornos donde la solidez del acero cede y fluye líquida y rojiza.

El hueco se angostaba y debían cuidar de no golpear contra la estrecha garganta.

De pronto, el remolino envolvente se veía como recinto de piedra. Un trecho después, el encierro desapareció: entraron a una inmensa sala, que seguía y seguía hasta donde se mirase.

“¡Splashhh, splashhh!” penetraron hacia dentro de una especie de laguna tibia.

El agua no dejaba respirar. Román nadó con fuerza para emerger. Cuando estuvo a flote, desesperó porque Fiorela no aparecía.

Inspiró una enorme bocanada de aquél hedor y volvió a sumergirse. Todo lucía oscuro. La mujer no aparecía por ningún lado.

Continuó saliendo a tomar sorbos de aire y sumergiéndose, buceando a ciegas, esperando al menos golpear el cuerpo de su esposa, una y otra vez, hasta que ya casi desfallecía.

Con las últimas brazadas que soportaban los músculos de su espíritu, Román consiguió flotar hasta la orilla y arrastrarse unos pocos codos hasta perder el conocimiento.

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