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DESPUÉS DE AQUELLA TARDE (pág. 17)

Dejarse caer al infierno olía a rendición. Si acaso terminaran allí, no sería sin antes luchar.

—Podemos intentar escalar —propuso Fiorela.

La idea no era tan alocada en realidad. Trepar a algunas montañas del planeta como el Everest o el Aconcagua, requería seguramente más esfuerzo aún que el necesario para salir de este hueco. Además, Román había incursionado en la espeleología cuando joven y sabía bastante sobre cómo moverse en cuevas y cavernas.

—Pero no tenemos con qué engancharnos a las paredes —se lamentó el hombre— y están como cubiertas de moco en algunas partes.

—No importa. ¡Subamos! —alentó la mujer.

Treparon y treparon. Los dedos sangraban. Varias uñas habían sido ya arrancadas sujetándose de lo insujetable. Ambos espíritus sudaban, o al menos eso parecía.

Cuanto más arriba salían, menos sensaciones de cansancio corporal los afectaban. En lugar de sufrir cada vez más sed, ésta iba diluyéndose. El ardor muscular acalambrante se suavizaba. Aunque difícil y resbalosa, la pared inmensa del remolino era escalable. Y a medida que se alejaban del supuesto infierno, más y más ganas de llegar afuera tenían.

Habían pasado como dos o tres eternos días escalando. La succión caliente no dejaba de sorberlos, pero ya conocían bien algunas mañas para evitar caer en ella. Sólo era como otra fuerza de gravedad, que se sumaba a la tradicional o mejor dicho, la reemplazaba.

—¡Mirá! —se alegró Román. Hacia arriba, aparecían las primeras luces externas. Aunque tenues, se distinguían claramente por contraste con el entorno rojizo que envolvía todo por allí.

Gatearon a rastras con más fuerza todavía. La cavidad resbalaba demasiado.

—Faltan diez o quince metros nada más. ¡Vamos carajo! —se impulsó el hombre. Era increíble pero estaban emergiendo casi. Había sido la decisión correcta no dejarse caer. Ellos no pertenecían a la horrorosa y profunda ciénaga de espanto que los absorbía con complejo de gravedad.

—¡Papá! ¡Mamá! —sonó desde la superficie.

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